A los pocos días de la celebración del Día Mundial de la Creatividad y la Innovación, cuando todavía sufro la resaca anual propia de la vida en un barrio de tradición fallera, las esperanzadoras ideas de progreso e innovación que emanan de libros blancos sobre el futuro de Europa, de sus estados, de sus regiones, se mezclan en mi cerebro con los designios de tradición y modernidad de que hacen gala las Fallas del siglo XXI reconocidas por la Unesco.
De entre todas las definiciones del término ‘Innovación’–algo confusas por su diversidad conceptual–, personalmente me quedo con la que suscribía el Libro Verde de la Comunidad Europea, por ser la que más claramente atiende a la felicidad de las personas en línea con los objetivos de desarrollo sostenible establecidos por Naciones Unidas. Se dice que los pueblos más innovadores crecen mejor y este crecimiento, si es sostenible, contribuye notablemente a preservar el bienestar de la población. Entiendo que innovar, hoy, supone exprimir el conocimiento y materializar las ideas que se avancen al futuro, hagan frente a los problemas que afectan a nuestras vidas y apunten a un nuevo modelo económico y social que nos permita vivir en armonía con este mundo volátil y trepidante.
Las Fallas innovan, se leía en los titulares del pasado mes de marzo. Evolucionan los materiales, las herramientas, las formas de trabajo, y esto se traduce en monumentos de gran calidad en sus acabados, de volúmenes imponentes y estética renovada. Fallas participativas, interactivas, disruptivas con el espacio urbano emergen al compás de apoteósicos espectáculos de pirotecnia digital y realidad aumentada. Grupos de turistas, app en mano, configuran su agenda geolocalizada por los barrios en fiesta, mientras que los jóvenes realizan misiones imposibles en 3D a lo largo y ancho del territorio fallero. Se diría que son un ejemplo de creatividad, de innovación, si no fuera porque en el siglo XXI ambos conceptos se entrelazan, y, para que la innovación tenga lugar, la generación de ideas ha de derivar en resultados con un valor añadido fundamental: contribuir a mejorar el entorno y el bienestar de las personas.
Que me disculpe el gremio fallero, pero busco en su decálogo de respeto a la cultura de las Fallas UNESCO y no veo un atisbo de respeto a la Humanidad a quien Naciones Unidas cede la titularidad del patrimonio inmaterial de las Fallas; ni al cuidado del medio ambiente, ni a la sostenibilidad, ni al civismo, ni a la convivencia. Más bien tengo la sensación de que el entorno es un asunto colateral y el respeto a la cultura fallera pasa por dejarnos intimidar a base de miles de toneladas de residuos, innecesarias emisiones de CO2, una contaminación acústica incesante, un derroche lumínico sin parangón. ¿Es acaso innovación convertir los barrios en insufribles circuitos de obstáculos y molestias para sus vecinos, perjudicando además la cuenta de resultados de muchas empresas y comercios locales?
Me apena haber olvidado el entrañable olor a pólvora que hoy se camufla bajo el tufo tóxico del aceite refrito de la salchipapa. Me irrita que el ‘cant de l’estoreta’ se extravíe en un mix de ruidos y mensajes reguetón. Me aterra el humo negro que asciende desde las llamas, las envuelve y se las lleva sin dar tiempo a que concluyan los últimos compases del maestro Serrano.
Nunca dudaré de la creatividad ni del conocimiento que entrañan las Fallas, ni de la excelencia de sus artistas reconocidos y requeridos ya desde otros ámbitos del arte, la cultura y la industria; ni del valor de las muchas innovaciones que ayudan a reinventar la festividad, ni de su potencial para erigirse como fiesta de interés turístico internacional. Pero reinventarse sin mirar el beneficio común, en el siglo XXI, está feo y es contraproducente.
Las Fallas, como signo de nuestra identidad, han de jugar un papel importante en las políticas de desarrollo porque, sin duda, serán ‘una inversión de futuro y una condición para llevar a cabo procesos de mundialización que contemplen la diversidad de los pueblos’ –lo dice la UNESCO. Por eso, necesitamos políticas que reorienten su dinámica, redibujen su camino y saquen provecho de su condición de patrimonio universal; políticas innovadoras que reconsideren el destino de las Fallas y devuelvan a la fiesta su característico olor a traca y buñuelos de calabaza, sin echar a perder los beneficios y ventajas que ofrecen el progreso, la ciencia, las tecnologías.